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martes, 27 de octubre de 2009

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miércoles, 21 de octubre de 2009

Ensayo 1

Estado y ficción. Dos razones enfrentadas.

"Agradezco no ser una de las ruedas del poder, sino una de las criaturas que son aplastadas por ellas."

Rabindranath Tagore




El Estado, por definición, se erige como absoluto, como verdad insoslayable. El concepto de verdad está ligado, por siglos y siglos de ejercicio filosófico, al concepto de razón. Todo lo institucional se arroga el derecho a la verdad, amparándose en la razón que le da existencia y en el poder que emplea para perpetuarse como único discurso. El Estado es entonces un discurso de poder, un hiperbólico y colosal relato, historia pura. Pero este relato no admite disidencias y, si lo hace, es por considerar vulnerable al discurso antagonista, al punto de disolverlo en el propio a fuerza de succión. La ficción, supone una distancia de la monumentalidad propuesta por el Estado y sus verdades y razones, se instala como arista subversiva, es alteridad al fin de cuentas. Si entendemos lo ficcional como discurso literario, corremos el riesgo de cristalizarlo hasta volverlo inoperante, pasible de coopción. Aun así, es en la literatura donde encontramos las herramientas para desentrañar el problema. La literatura o, mejor aún, la poesía (asumiendo el sentido abarcativo del término) es un discurso que excede lo meramente decorativo para apropiarse de otros fines, se vuelve estrategia de liberación o arma lingüística, "arma cargada de futuro".
Lo ficcional es invención, por lo tanto, al hablar de ficción, estamos refiriéndonos también al hecho ineludible de que una realidad nueva se ha creado reclamando su lugar definitivo en el campo de lo posible. Desde este punto de vista, toda novela o poema, es un contrarrelato oponiéndose al relato instituido, al relato del Estado como valor totalitario. Está claro que la capacidad revolucionaria del discurso poético perece en su fugacidad, en su constante rizomática, pero también se sabe que su fluir, su ingravidez, es parte activa del vector que la dirige, lo que le permite escabullirse de las redes discursivas del poder y enfrentarlo en un renovado ataque antes de fugarse una vez más. El poema tiene alma de guerrilla.
Ahora bien, si aceptamos la antinomia Estado-ficción, es porque deducimos una coerción imaginativa por parte del Estado. La excepción, lo diferente, aquella otredad que se bifurca como respuesta recurrente, sería, en sí, lo ficcional, lo que no acuerda con la verdad que, desde el Estado, se propaga. El dilema es nuevamente lingüístico. Por un lado, la univocidad que reivindica el Estado en su discurso; por el otro, la polisemia que el lenguaje poético defiende. He aquí, también, una paradoja más para contribuir con nuestro tópico: para la ficción literaria o poética, el discurso del Estado no es genuino, es ficción que ya se impone. Decía Adorno, en una conferencia de 1962, que constituirse como sujeto emancipado equivaldría a trabajar sobre el lenguaje, enriquecerlo, darle un tono y diseño propios. Restituir el prestigio a las palabras de la tribu, parafraseando a Mallarmé.
El poeta, legislador del mundo según Shelley, es , merced a su desconfianza del lenguaje, una subjetividad soberana que procura proyectarse. Su ardid es la palabra y el dominio de la misma, su conciencia no está aún damnificada por los relatos sistémicos eternos. La verdad es eterna y el Estado, su único intérprete visible. Desenmascarar la ficción estatal es tarea ardua , pero no imposible. Para elllo es necesario, primero, desenmascararnos a nosotros. La operación es , sin lugar a dudas, de cuño nietzscheano, algo semejante a su pedido de revertir todos los valores para presenciar un esperado renacer, transformación que se dará, del mismo modo, en el seno del lenguaje. Por más que le rehuyamos a los valores trascendentes por ser, quizás, faraónicos como el mismo Estado que estamos cuestionando, debemos posicionarnos en un frente que combata la pauperización espiritual causada por los entes dominantes.
No se puede evitar pensar que el drama moderno no es sino un conflicto de intereses discursivos. No debe extrañarnos entonces que el poema, en su búsqueda permanente de otras realidades, se convierta en un nicho de resistencia, en el idioma que doblega, desde su desinteresado acontecer, los dispositivos fundamentalistas del Estado (cutura, erudición, lógica, etc.). El arte es el camino que los espíritus libres deben seguir, siempre y cuando, no se trate de un arte instituido por el mismo entramado discursivo del Estado, es decir, de otra falacia que le sirva de caldo de cultivo. Los sujetos no concientizados son funcionales a este sistema de arbitrariedades y de yugos, transcurren ciegamente como en la caverna platónica. La cultura burguesa es la principal consumidora de esta farsa o ficción estatal que se presume inexpugnable. Carente del sentido de lo bello, día a día, continúa profundizando su mediocridad y su ignorancia. Quedará en el hombre decidir si desea o no habitar poéticamente el universo

F.C.

Ensayo 2

El libro y su rapsódica agonía

"La felicidad siempre es confundida con los recursos que la hacen posible."

Georges Bataille


Mallarmé imaginó el mundo como un libro escrito por un colectivo inmemorial y anónimo que desembocaría en objeto ideal en un futuro. En Mallarmé está presente todavía el pensamiento hegeliano basado en la apuesta al porvenir, aunque el porvenir para el poeta sea apenas otro símbolo. Desde que la humanidad abandonó la comodidad de la escritura conventual (amanuenses, copistas, calígrafos, etc.), entrando en el universo de la imprenta, el paradigma cultural y, en consecuencia, discursivo, se vio modificado. El concepto de modernidad está íntimamente ligado a Gutemberg, a quien propondremos, provisoriamente, como su legítimo creador.
La modernidad fue axiomática, rígida en sus propuestas y totalitaria en sus acciones (las verdades transmitidas y heredadas, como se ha dicho en otro artículo, son parte del discurso del poder), pesada y paquidérmica como las imprentas antiguas. El libro, como objeto, perdió su aura, se desacralizó, convirtiéndose en mera mercancía, en un fetiche que el burgués consume menos por ansias de conocimiento o goce estético que por un liso y llano estar al tanto, es decir, por snobismo. La fungibilidad del libro, cosificación final y denigrante, se evidencia en las mesas de saldo en donde encontraremos títulos de vital importancia para la "Gran Cultura" descartados por los criterios editoriales vigentes. El mercado editorial, como mediador entre el libro y el lector, se ha encargado de banalizar el intercambio hasta anularlo finalmente.
Desde este punto de vista, ya no podemos confiar en el libro. El libro, actualmente, no es más que un objeto venial y superfluo, un bien más que está dispuesto a las más fraudulentas transacciones. El mercado es el rector de toda manifestación cultural que conocemos, la reduce a sus míseros fines con la seguridad que le da el saberse instituido, ser el inmejorable campo de acción para la masa. La publicación virtual como soporte alternativo es, de algún modo, un espacio dedicado a lo fugaz, como fugaces deben ser los discursos disruptivos que vulneren la lógica mercantilista que nos guía. La estética del instante es, sin lugar a dudas, poética y, por lo tanto, subversiva. Los medios virtuales son, si bien parte del orden de mercado, pasibles de fisuras pertinentes. Es un territorio amplísimo para explorar nuevas variantes discursivas que, por su instantaneidad y alcance, nos aparecen como válidas. El libro como refugio o lugar al que arribar para instalarse, se hace cada vez más difuso en su precariedad y en los usos que le da el poder que lo ha absorbido. Ya no hay objetos que contengan discurso, sólo discursos que se imponen como objeto. Piedras discursivas arrojadas desde el promontorio del espíritu.

F.C.

lunes, 19 de octubre de 2009